La guerra se avecinaba. El zumbido
giraba exclusivamente en torno a eso. Ashida, nacido en Estados Unidos, era el
segundo hijo de una familia japonesa. Su padre era peón ferroviario. Tomaba
hidrato de terpina como si fuera agua y se dejó la vida poniendo raíles de
ferrocarril. Su madre vivía en un piso de Little Tokyo; era pro-emperador y
hablaba japonés solo para mortificarlo. La familia tenía en propiedad unas
tierras de labranza en el valle de San Fernando. Al frente de la granja estaba
su hermano Akira. En esa zona las explotaciones agrícolas eran en su mayor
parte de japoneses de segunda generación, conocidos como nisei. Para la
cosecha, recurrían a ilegales mexicanos. Era una práctica habitual entre los
nisei. Era vergonzoso, era prudente, era mano de obra barata. Dicha práctica
rayaba en servidumbre voluntaria. Dicha práctica garantizaba la solvencia a la
clase agraria nisei.
Dicha práctica implicaba connivencia.
La familia sobornaba a un capitán de la Policía del Estado mexicana. Los pagos
libraban de la deportación a los espaldas mojadas. Akira aceptaba la práctica y
la aplicaba sin sondeo moral. Eso permitía a Hideo, el hijo segundo, vivir
ajeno al negocio familiar y cultivar su pasión por la criminología.
Este tenía títulos superiores en química
y biología. Se había doctorado por Stanford a los veintidós años. Poseía
conocimientos de serología, dactilografía, balística. Entró luego en el
Departamento de Policía de Los Ángeles, donde llevaba un año. Quería colaborar
con su legendario químico jefe. Era un protegido en busca de mentor. Ray Pinker
era un pedagogo en busca de discípulo. Así se forjó el vínculo. Las funciones
asignadas pronto se desdibujaron.
Pasaron a ser colegas. Pinker era
admirablemente ciego en cuestiones de raza. Comparaba a Ashida con el hijo
número uno de Charlie Chan. Ashida decía a Pinker que Charlie Chan era chino.
Pinker contestaba: «Para mí eso es griego».
(James Ellroy, Perfidia, Barcelona, Penguin Random
House, 2015)
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