lunes, 18 de mayo de 2015

El Día de la Creación

Al principio sólo oscuridad. El traqueteo del tren, los reflejos en las gotas de lluvia, la oscuridad. Pero si uno sigue mirando más allá de los reflejos llega, por último, a divisar el resplandor que trepa hacia el cielo.
Es leve al principio, uno piensa en una parva, quizá un tambor de petróleo o algo parecido, que se incendiara por detrás de la colina, más allá del alcance de la vista. Pero entonces se advierte que hasta las nubes se vuelven incandescentes y uno comprende que tiene que ser algo más grande. Poco después, el tren pasa entre dos colinas y toma por una curva que llega hasta el pueblo: una pequeña franja de luz, brillante, concentrada; más allá del pueblo, en los alrededores, se descubre el origen de aquel resplandor: una media docena de fundiciones de acero llegan hasta el borde de la hondonada semicircular formada por las colinas; llamas trepando hacia las alturas —suaves rojos palpitando en el interior de los locales dedicados a la colada, calor blanco chisporroteando en los altos hornos—, las ennegrecidas estructuras de los talleres, el inmenso resplandor, todo parece la versión de Disney del Día de la Creación. Aún después de que el tren se interna entre los patios traseros de la casas, los fondos de las estaciones de servicio y la hilera de faroles demasiado brillantes, el centelleo de la cinta de llamas en el cielo continúa atrayendo la mirada.

(Ted Lewis, Asesino implacable, Buenos Aires, Grupo Editor de Buenos Aires, 1974, pág 6)


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