Sin otros autos a la vista, bordeó el terraplén. Palpó la
navaja, rejuntó un puñado de rulemanes del bolsillo y se acercó al semáforo tanto
como pudo. Lo vio al conductor: ocupaba sus manos en encender un cigarrillo.
Paraná lanzó los rulemanes, que llovieron en el capó. Aprovechó el sobresalto
del tipo, que frenó mal. Empuñando el .38 alcanzó en una corrida la ventanilla.
No bien lo cazó de los pelos, le dijo:
—Te lleno de plomo, hijo de puta —Paraná le apretaba la
punta del caño contra el cachete. Un nuevo auto se aparecería en cualquier
momento. De reojo creyó advertir una luz—. Desviate para esa cortada —siguió—.
Rápido, dale.
—Pe-pero…
—¡Dale, conchitumadre, dale!
El tipo puso primera y avanzó a dos por hora.
Reafirmándosele del pelo y caminando a la par del auto, Paraná
lo arreaba a punta de revólver. El callejón daba al interior del puente. Ya se
perdían en las sombras cuando Paraná oyó autos por la avenida.
—Afuera —ordenó—. Y sin hacerte el pija.
Siempre intentando mostrar las manos libres, el tipo
destrabó la puerta. Bajó.
—Llévatelo, flaquito. Es tuyo.
—¿”Flaquito”, la puta que te parió? Flaquito tendrás el
choto, pelotudo. Dame el celular.
Señalando, el tipo dijo:
—En el asiento del acompañante, está.
Paraná miro de reojo, sin dejar de apuntar. El tipo no
mentía.
—Pegá la vuelta que te vas.
Un brillo de tranquilidad apareció en los ojos del pescado
aquel.
—Me voy, sí. Lo que mandés, amigo.
Paraná le embocó un sopapo. Le dijo:
—Que salís, mogo, que te des vuelta. Y te me ponés las
manos sobre el auto.
Enseguida Paraná lo bolsilleó. Encontró una billetera, lo
único. Por lo cargada, prometía. Se la guardó sin ni siquiera revisarla. Hizo a
un lado al tipo, siempre apuntando.
—Ahora caminá. Derechito y al frente.
—Dejame vivir —el tipo juntó las manos, suplicaba—. Es lo
único que te pido.
—Pará de llorar, la concha de tu madre. —Haciéndolo
avanzar, Paraná le tironeó la camisa por el hombro—. Obedece, puto.
Lo seguía por detrás. El tipo meta decir:
—Por la virgen te lo estoy pidiendo, amigo. No me...
De un culatazo lo calló y le dijo:
—Dale, la puta que te parió, cerrá el orto y caminá. Si
quería matarte, ya lo hubiese hecho.
Se detuvieron frente un pilón de ramas y hojas. Paraná le
dijo:
—Ahora mantenete sin volver la vista y con los ojos bien
cerrados. Quiero escucharte contar hasta cien. Cuando terminás, te puede dar
vuelta. ¿Entendiste, pelotudo?
El perejil hizo que sí con la cabeza.
—Empezá, dale. Uno, dos, tres…
—Tres —repitió el tipo, que apenas le salía la voz—,
cuatro, cinco, seis…
—Eso —dijo Paraná y se calzó el .38 al cinturón. Abrió la
navaja.
—… quince —ya contaba el tipo cuando el filo le traspasó
el cogote.
(Pablo
Forcinito, En tu mundo raro y por ti aprendí, Bernal, Metalúcida, 2014, pág 87)
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