La madre de Artie Cántico Corto vivía
en camino que se bifurcaban en la 566 en dirección al Parque Nacional Custer.
En aquel lugar proliferaban las cuevas, sus habitantes habían sacado provecho
de ellas introduciendo vehículos y remolques abandonados en los muros de roca
del pequeño cañón. Se trataba de un buen emplazamiento, quizás un poco
abarrotado y, a medida que avanzabas, los vehículos se volvían más antiguos.
Cuando llegamos a un tráiler del que sobresalía el conducto de una estufa por
el que se escapaba un hilo de humo, yo estaba preparado para encontrarnos con
la rueda primigenia. Le pedí a Henry que aparcase la camioneta cuesta abajo, en
la colina, y lo hizo a regañadientes. Una vez más, mientras esperaba, me pregunté
qué demonios estaba haciendo allí.
Bajé la ventanilla todo lo que pude, es
decir, hasta la mitad, y respiré. El aire del cañón contrastaba con el ambiente
rancio y caldeado de la camioneta. Había sólo una cosa que me gustaba del
cacharro de Henry, aunque no se lo había confesado nunca: el familiar aroma a
acero viejo, tierra y cuero. Yo había crecido en camionetas viejas como esa y
te daban una sensación de seguridad: esos trastos eran portadores de una
memoria que trascendía las marcas y las matrículas. Miré a mi alrededor, me
fijé en ese grupo de vehículos que parecían sacados de un sueño y pensé que la
nostalgia del Oeste giraba en torno a la movilidad. Ninguna de esas ruedas
echaría a andar de nuevo, pero ¿no habría antiguas pasiones todavía ancladas a
esos interiores achicharrado por el sol, a esos cuerpos herrumbrosos? Lo
dudaba, aunque la esperanza es siempre lo último que se pierde.
(Craig Johnson,
Fría venganza, Madrid, Siruela, 2012,
pág 179)
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