sábado, 31 de enero de 2015

Viejas camionetas

La madre de Artie Cántico Corto vivía en camino que se bifurcaban en la 566 en dirección al Parque Nacional Custer. En aquel lugar proliferaban las cuevas, sus habitantes habían sacado provecho de ellas introduciendo vehículos y remolques abandonados en los muros de roca del pequeño cañón. Se trataba de un buen emplazamiento, quizás un poco abarrotado y, a medida que avanzabas, los vehículos se volvían más antiguos. Cuando llegamos a un tráiler del que sobresalía el conducto de una estufa por el que se escapaba un hilo de humo, yo estaba preparado para encontrarnos con la rueda primigenia. Le pedí a Henry que aparcase la camioneta cuesta abajo, en la colina, y lo hizo a regañadientes. Una vez más, mientras esperaba, me pregunté qué demonios estaba haciendo allí.
Bajé la ventanilla todo lo que pude, es decir, hasta la mitad, y respiré. El aire del cañón contrastaba con el ambiente rancio y caldeado de la camioneta. Había sólo una cosa que me gustaba del cacharro de Henry, aunque no se lo había confesado nunca: el familiar aroma a acero viejo, tierra y cuero. Yo había crecido en camionetas viejas como esa y te daban una sensación de seguridad: esos trastos eran portadores de una memoria que trascendía las marcas y las matrículas. Miré a mi alrededor, me fijé en ese grupo de vehículos que parecían sacados de un sueño y pensé que la nostalgia del Oeste giraba en torno a la movilidad. Ninguna de esas ruedas echaría a andar de nuevo, pero ¿no habría antiguas pasiones todavía ancladas a esos interiores achicharrado por el sol, a esos cuerpos herrumbrosos? Lo dudaba, aunque la esperanza es siempre lo último que se pierde.

(Craig Johnson, Fría venganza, Madrid, Siruela, 2012, pág 179)

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