Es posible que durante todo ese tiempo, Jorge B. se
mantuviera fiel a una creencia: había cometido un crimen, sí, pero sin
proponérselo, lo cual atenuaba su culpa. En cuanto a sus intenciones con
respecto a la amiga de Alcira, la policía había llegado primero, eximiéndolo de
una dura e incierta prueba. Hubo una pregunta, sin embargo, que seguramente
nunca se formuló durante el largo encierro:
¿Qué o quién había matado entonces a Alcira, usándolo a él
de medio, adoptando la encubierta forma del accidente?
En prisión, Jorge B. no abandonó su hábito de leer novelas
policiales. Sus preferidas siguieron siendo aquellas que trataban del crimen
perfecto. Aunque algo sabía ahora por experiencia propia: para aspirar el
crimen perfecto, éste no puede ser consecuencia de un acto involuntario. Debe
cometerse con premeditación, calculando todos los detalles, bajo un estado de
absoluta y fría lucidez.
(“Un cuerpo
diseminado por la ciudad – (año 1955)”, Alberto Ramponelli, Crónicas del mal, Ezeiza, Muerde Muertos,
2014, pág 104)
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