Vinnie ya no sentía su propia cara, que
se había convertido en una especie de almohadón tumefacto. Todos sus sentidos
estaban puestos en el dolor de la rodilla, que no paraba de sangrar y le
quemaba hasta los límites del desmayo. Apenas veía, pero sí que podía escuchar.
Y escuchó a Rudy, trasteando por la casa. Primero entre los utensilios que él
guardaba en el cajón de la mesa de la cocina. Después en la alacena.
Finalmente, oyó el sonido metálico y familiar de su propia caja de
herramientas. Esos ruidos cesaron y fueron sustituidos por el de los pasos de Bambridge,
regresando el dormitorio. Pero, esta vez, traía un enorme cuchillo, un trapo para
el polvo y un hacha, que dejó sobre la cama, arremangándose la camisa. Luego,
sin mediar palabra, introdujo el trapo en la boca de Vinnie y lo fijó, atándole
alrededor de la cara su propio pañuelo.
—Antes te dije que te mataría y te
despedazaría, ¿verdad?
Vinnie asintió.
—Y te dije que si hablabas, te mataría
primero, ¿verdad?
Vinnie volvió a asentir con
resignación, casi con agradecimiento. Entonces, como si Lucifer si hubiera
apoderado de él, los ojos de Rudy dejaron de ser castaños y se tornaron de un
color amarillento, casi dorado, cuando dijo:
—Te mentí.
(M. A. West, El viento y la sangre, Barcelona, Navona,
2013, pág 48)
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