El terror de vivir, Urban
Waite
Resulta que uno encuentra el libro de un autor del género.
Va y se dirige a la contratapa. Entre frases laudatorias de un peso pesado como
el Rey Stephen o de un autor exquisito como Daniel Woodrell aparecen las
expresiones “ritmo trepidante” y “no da respiro”. Encuentra también que al
autor se lo compara “unánimemente” con Cormac McCarthy. ¿Qué se supone que uno debe
hacer? ¿Comprar o dejar pasa el libro? No importa tanto la decisión final: lo
importante, lo primero, es desconfiar. Sospechar. Hacer que el lector que
llevamos dentro mantenga a raya al consumidor, ese monstruo ya inoculado y
siempre al acecho. Una lección que uno nunca termina de aprender.
Estamos en el noroeste de los Estados Unidos, cerca de la
frontera con Canadá. Un cincuentón y exconvicto llamado Phil Hunt se dedica,
con su esposa Nora, a la cría de caballos. Refuerza sus ingresos transportando
cocaína a través de bosques y montañas. Él y su nuevo ayudante, un chico, van con
los caballos cargados cuando un tipo surge de los árboles y los apunta con un
rifle. Es Bobby Drake, ayudante del sheriff.
Suele andar por ahí, investigando ese contrabando. Que es su manera de entender
a su propio padre, antiguo sheriff y
actualmente preso por este mismo delito. Se producen disparos, pero Hunt —un
“excelente jinete” a los ojos de Drake— logra escapar sin la droga. Bobby sólo
detiene al chico que, como sabe demasiado, morirá en la cárcel rápidamente.
La DEA se lleva a Bobby y a su esposa a Seattle. Son ahora
testigos que necesitan protección. Mientras tanto, con la droga perdida, los
capos del negocio contratan a Grady, un psicópata cuchillero, para que
encuentre a Hunt y lo mate. Aunque primero lo debe usar para introducir desde
Canadá a una chica vietnamita que trae en el estómago heroína encapsulada. Hunt
comenzará una loca carrera, perseguido por la policía y por Grady, en la que
luchará hasta el final por salvar a la mula y reunirse con su mujer antes que
el asesino.
Esta trama de persecusión, aunque trillada, aún podría
resultar atractiva. Sin embargo, falla. Y por varios aspectos (sin contar
aquello de la contratapa). En primer lugar, los personajes cliché. El asesino Grady, malo de maldad pura, no termina de lograr
volumen. Es chato. Provoca más irritación que miedo (estaría bueno, ya que lo
citan tan livianamente a McCarthy en la contratapa, ver cómo su Chigurh se come
crudo a este Grady en dos mordiscos). Como contrapartida, Hunt y Drake son los
hombres en esencia buenos, cuyas vidas se han torcido por circunstancias que
les fueron un poco ajenas (una lejana muerte casi accidental, el primero; un
padre policía y delincuente, el segundo). Sus esposas, Nora y Sheri, son sus
anclas, sus cables a tierra, las que encarnan la certeza redentora del sueño
americano, de la vida en paz de los hombres de bien en una casa con porche y
cerveza fría en la nevera… No es casual
que, en medio de toda la maraña de esta trama, Drake y Hunt, perseguidor y
perseguido, “males menores”, terminen casi trabajando juntos contra el “mal
mayor” de Grady y sus jefes.
Pero hay más. Entiendo que es difícil “cerrar” una trama
con tantas aristas. O por lo menos engañar (en el buen sentido) al lector para
que las cierre él. Pero lo que Waite hace en un par de ocasiones es forzar la
máquina hasta el límite. Parafraseando a Chandler, “se lo sienta a Dios en el
regazo”. Va un ejemplo. Drake inquieto y aburrido, encerrado por la DEA en un
hotel del centro. Sale a caminar. Va al hipódromo. Ve entrenar a los caballos.
Pregunta a un trabajador por alguien con quien hablar de equitación. Uno
piensa: “muy bien, se mete en tema, empieza a indagar en el ambiente, buscando
al “excelente jinete” que se le escapó en el bosque. Bien, Drake. Sagaz”. El
tipo del hipódromo le recomienda un rancho cercano. “Gracias, amigo”. Se sube a
su coche y llega al lugar. Hay una mujer que responde a sus consultas. ¿A que
no saben quién es? ¿No? ¡Sí! Es Nora, la esposa de Hunt. O sea: al primer lugar
que cae es a la casa del tipo que recién está empezando a perseguir. Sea o no
vital para la trama el encuentro, ya es una vinculación que supera mi capacidad
de “suspender la incredulidad”. Dios es empleado de Waite. Me puse de mal
humor.
El otro obstáculo que le veo es la traducción. Sé que es
polémico juzgar una traducción. Sin tener a mano el texto en idioma original
—algo que rara vez sucede—, es difícil decir qué tan buena o mala es. Sin
embargo, uno ya detecta ciertos “ruidos”. Uno típico es el vocabulario. El mío
no es especialmente amplio pero si debo recurrir mucho al diccionario en un best-seller de este tenor, ya sospecho.
Me inclino a pensar que detrás del traductor se esconde un “escritorcito
juguetón” que intenta asomar la cabeza. En El
terror de vivir el amigo Antonio-Prometeo Moya me incomodó con “estafermo”,
“zurrir”, “marjal”, “ribazo”, “bramante”, “racheada”, “tabaleo”, “escuchimizado”,
además de con las expresiones “fibra vítrea” o “papeles” por papers (modo informal de llamar al
periódico). Too much, Tony.
Traducción:
Antonio-Prometeo Moya
6/14
No parece que te haya convencido mucho, no... :)
ResponderEliminarA pesar de todo, buena reseña. Discrepo contigo en una sola cosa, me encanta buscar palabras en el diccionario, a mí me parece que dice mucho de un escritor, pero puede ser que en esta ocasión, resulte excesivo.
Saludos!!!
Hola, Carmenzity. Gracias por la visita.
ResponderEliminarQue no se entienda mal: a mí también me gusta conocer nuevas palabras. Hay muchas muy bellas en nuestro idioma.
Pero mi comentario aquí apunta a otra cosa. Estoy seguro de que había mil formas distintas y más simples de traducir estas palabras citadas como ejemplo. Pero bueno, a lo mejor el traductor quiso que supiéramos de su erudición... ;)
Saludos,