Mr. Frankie paga y regresa a la terraza. El Nen muerto. El
chaval no le recuerda. Y los que podían recordar han desaparecido bajo los
efectos de la bomba H. En el fondo, mejor no encontrarse con nadie que aún siga
en pie, con ganas de limpiarle los mocos. El café conserva algo de calor. ¿Que
te creías, big man? El Nen, joder. Pero
si era inmortal como el puto John Milner. Roto el espinazo y quemándose al sol
en la carretera. Nos han ido aniquilando a todos, piensa. Como si en vez de haber
nacido en este barrio de curritos hubiéramos encontrado la tumba de Tutankamón.
Joder. Joder. Joder. Los recuerdos le asaltan, se le meten apelotonados en el
camarote de los Marx. Si hubiera podido parar y ver y pensar, pero fue todo tan
rápido. No había ni un momento para hacerlo y disfrutar. Sufrir la pérdida o,
al menos, alegrarte de las victorias. O pensar qué hacer a continuación. Dinero
que entraba y salía rápido. Piernas de mujeres enlazadas a tu cuello. La cohorte
del Rey Loco. Noches líquidas, madrugadas blancas. Resacas, ceniceros,
botellas, huidas, colores y prisa, mucha prisa. Y todo tan poco y tan lejos
desde que había empezado. El típico grupo de amigos encerrados en una sala de
ensayo forrada con hueveras de cartón. Viéndose a todas horas todos los días.
Dibujando guitarras en libros y cuadernos. Los nombres de tus bandas favoritas en
pupitres y lavabos. Robando acordes de la tele, vomitando la frustración de
estar fuera de todo: de ser inglés, de ser guapo, de ser rico, de tener coche,
de no ser otro. Todo cenas recalentadas, dormitorios compartidos con hermanos
pequeños, padres embrutecidos por el trabajo, el fútbol por la radio y la
resignación, madres frustradas, divertidas, presas y carceleras de todo y para
todos. Chicas que te rompían el corazón. Chicas a las que rompías el corazón. Y
el rock'n'roll como una emisora que te conectaba con todos los distintos
del mundo. Que te hacía, en cierta manera, trascendente, mítico, otra cosa. El
rock'n'roll que te venía a salvar. Que te mostraba cuál era tu Misión. Que con
el latido en el fondo de aquellas voces arrogantes y un pelín desesperadas te
decían “Eres de los nuestros. No estás solo. No nos decepciones”. No querías
trabajar como tus padres. No quería vivir como tus padres. No querías amar u
odiar como ellos. No querías sus sábados, sus programas de televisión, sus
vacaciones en el camping. No querías nada de ellos. Había una conspiración en
el barrio. En la ciudad. Nacida en habitaciones diminutas como la tuya, con
tocadiscos baratos y paredes atestadas de pósteres de tipos pálidos con
consignas de Muerte o Gloria. ¿Y qué? ¿Ahora qué? No pasó nada, no sucedió
absolutamente nada y ni los camareros recuerdan que hubiera revolución alguna.
(Carlos Zanón, Yo fui Johnny Thunders, Barcelona, RBA
Libros, 2014, pág 52)
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