domingo, 22 de junio de 2014

Un gallego en Buenos Aires

Cuando el otro llegó ya había sacado un fajo del bolsillo y separado un billete de cinco mil. Lo tenía en la mano, como para que lo viera, pero sin tendérselo: la mano apoyada en la mesa, al lado del vaso vacío, con las cinco lucas entre los dedos.
—¿Conoce a Ana?
El gallego lo miró con cara de bruto sorprendido a mitad de camino, justo cuando iba decirle que no tenía cambio.
—¿A quién?
—Ana. Una rubia alta, de pelo largo; la vi por aquí hace menos de dos meses.
—Con esos datos... Vienen tantas...
—Esta tomaba jugo de naranja.
—Todas son abstemias, no tienen vicios chicos. ¿Qué le parece?
¿Qué le iba a parecer? Agarró el papelito de arriba de la mesa y se fijó cuánto marcaba. Guardó el billete en el bolsillo mientras se paraba; tiró uno de quinientos y salió pensando que algo andaba mal en este país: faltaban ambiciones, agilidad mental. En cualquier novela o película, y hasta en cualquier serie roñosa de televisión, mozos, mucamas, caseros, encargados, conserjes, porteros, son tipos ligeros, vivos, gente que no bien ve el billete tira el manotazo y hay que escondérselo antes de que se lo lleve, mirarlos con cara de decir: primero largá el rollo que después te doy la mosca. Pobre Chandler si a Marlowe se le hubiera cruzado un gallego preguntándole si no tenía más chico.


(Rubén Tizziani, Noches sin lunas ni soles, Buenos Aires, Punto de Encuentro, 2013, pág 108)

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