sábado, 10 de mayo de 2014

Razones para no ser un caballero

Fue a la cocina y se preparó un trago fuerte. Estaba casi rojo de bourbon. Lo llevó al diván y se sentó, y el cordel volvió oscilar.
—Tim, no vuelvas a portarte como un caballero —dijo al rato—. Como cuando estábamos en el jardín y te apunté con la manguera. Me dio ganas de vomitar al verte goteando y sonriendo como si te hubiera hecho un favor. Por amor de Dios, no te conviertas en un caballero.
—No temas. Por otra parte, ¿no estás abusando del trago? Creí que eras la chica de los contrastes. Una vez me dijiste que beber era como hacer el amor, tenías que abstenerte un tiempo para disfrutarlo.
Río entre dientes.
—¿De veras dije eso?
—De veras.
—Volviendo a lo del caballero... —Agitó el vaso—. Quiero que quede bien claro. Puedo aguantar cualquier cosa menos a un caballero. He pasado mucho tiempo con ellos, demasiado, y sé por qué lo caballeros son lo que son. Deciden ser así después de probar todas las cosas reales sin lograr nada. No lograron nada con las mujeres. No lograron plantarse con firmeza y actuar como hombres. Así que se volvieron caballeros. No lograron ser individuos, y una mañana se dijeron: “¿Qué puedo ser que no me cause problemas y no signifique nada, pero aún así haga que todos me admiren?”. La respuesta es sencilla. Sé un caballero. Tómate la vida con calma, llora para tus adentros, y con la voz bien modulada.
Encendí un cigarrillo y soplé el humo contra la palma de mi mano, mirando cómo se achataba y se propagaba a la luz de la lámpara. No dije nada.
—Un caballero es un felpudo que ya no raspa la suela —rezongó Virginia—. Míralos a veces. Incluso usan ropa de felpudo: lanuda.
Sonreí. Recordé la lana Harris. Sin duda esa mujer sabía algo sobre lana Harris.
Puso el trago en el piso y se alejó del diván, todo en un movimiento fluido, y luego me besó y pensé que me arrancaría cada mechón de pelo de la cabeza. La alcé y la llevé por el comedor y por el oscuro pasillo que conducía al dormitorio del fondo. La punta de sus sandalias raspaban el empapelado del pasillo con un susurro.
La arrojé en la cama y ella sonrió. Dediqué las tres horas siguientes a demostrar que no era un caballero ni tenía intenciones de serlo.


(Elliott Chaze, Mi ángel tiene alas negras, Buenos Aires, La Bestia Equilátera, 2013, pág 95)

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