sábado, 8 de marzo de 2014

Libre albedrío, las pelotas

Driver no estaba muy seguro de llegar a tomar una decisión; por lo menos, no en el sentido que le daba Manny. Tú te quedabas tan tranquilo y, cuando llegaba el momento, mirabas alrededor, veías cómo estaba el patio y obrabas en consecuencia. No es que te dejaras empujar por las circunstancias, sino que te movías con mayor rapidez con la corriente a tu favor. Era como descifrar señales, como seguir una pista.
Evidentemente, Manny insistía en que tales teorías no eran más que chorradas que apestaban a religión:
—¿Señales? ¿Qué mierda de señales? ¿Límites de velocidad, cruces de ganado?
Para Manny, todo lo que no fuese totalmente racional consistía en un impulso religioso disfrazado o de incógnito. Aquel día en el bar de blues, la había emprendido con los ateos:
—Son peores que los cristianos. Tan seguros de todo y tan pagados de sí mismos... Tienen su propia religión pequeñita, esos tíos. Sus propios rituales, sus salmos, sus hanukkas, sus hosannas... No te hacen ni puto caso.
Y a continuación, su jerigonza habitual, llena de acentos raros y frases de guiones en los que había trabajado recientemente:
—¿Libre albedrío? ¡Los cojones! Las cosas en las que creemos, los libros que tenemos en tan alta estima, joder, hasta la música que escuchamos... Todo está programado, muchacho, todo eso es nuestro por herencia y porque te rodea hasta que te lo tragas. Creemos tomar decisiones. Pero lo que pasa es que las decisiones se ponen de pie, nos plantan cara y nos miran de manera amenazante.
—O sea, que según tú, el camino de un hombre por la vida ya está predestinado, ¿no?
—Acabo de decírtelo. Sí, de repente estamos vivos y nos desperdigamos por ahí cual cucarachas al encenderse la luz; hasta que la luz se apaga.
—Eso es deprimente de cojones, Manny.
—No voy a discutírtelo. Pero esos momentos de luz, mientras nos desperdigamos... Pueden ser gloriosos.

(James Sallis, El regreso de Driver, Barcelona, RBA libros, 2013)


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