viernes, 22 de noviembre de 2013

Sol

Eran las cuatro de la tarde. El silencio era casi completo, no soplaba la más leve brisa. Únicamente un sutil entramado de ruidos: terrones de tierra reseca rompiéndose bajo los zapatos, los ratones o lagartijas escondiéndose a medida que ellos se acercaban. A mitad del pasillo principal había una estatua que representaba a Cristo en ademán de alegre bienvenida. La estatua era fea, desproporcionada (las piernas cortas, un torso casi de boxeador, brazos largos, las manos grandes, un poncho gaucho al hombro) y emanaba cierta desolación como esos personajes de Disney mal dibujados en las calesitas de barrio. Con la pala en la mano siguió a su madre hasta la parte más alejada del cementerio. Después de equivocarse un par de veces, la mujer se detuvo frente a una pequeña tumba hundida y sin flores, señalada tan sólo por una cruz de madera muy castigada por los años y la intemperie. En el centro de la cruz había una chapa en forma estilizada de corazón, de color negro y con una borrosa pero legible inscripción en blanco. Dejó la bolsa sobre el piso a un costado.
—Acá es. Pasame la pala.
—Cómo vas a ponerte a cavar vos, te va a hacer mal.
No pudo evitar un escalofrío cuando leyó, pintado en el corazón de lata: “Daniel Molina 2-12-1972/10-4-1973”. Miró a su madre. Ella miraba el suelo hundido.
—Pobrecito, todos estos años bajo este sol tremendo.
Cavó con aprensión. La tierra era blanda pero no tenía ningún impulso de apurar los movimientos. Estaba empapado de sudor. Alrededor del cementerio había una isla de descampado y cien metros después el monte cerrado. Recordó el documental sobre los elefantes de Mal Bazaar. Se imaginó uno de esos elefantes saliendo de la selva. Imaginó que los encaraba. Un cuerpo complejo y poderoso que hacía vibrar la tierra en cada paso. Pero el elefante no los atacaría, pensó. Se acercaría a ellos con calma y cierta curiosidad. Se quedaría al lado de ellos tocándolos suavemente con la trompa. Y después caería al piso. O se desvanecerían en el aire. O cualquier otra cosa. Pero no les haría daño. “Casi todos los mahuts son alcohólicos”, recordó. Qué bueno ser alcohólico, pensó. Qué bueno ser asesinado por un elefante. Cualquier otra cosa.

(Carlos Busqued, Bajo este sol tremendo, Barcelona, Anagrama, 2009, pág. 72)


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