sábado, 6 de abril de 2013

Encuentro con Isaac


El punto de encuentro era un buzón de Milford Place, dos manzanas más allá de Boston Road. El tipo que estaba junto al buzón no se molestó ni en hacerles señas. No quiso sentarse en el asiento trasero, el “asiento del comisionado”. Se sentó delante con ellos. Sus harapos no les despistaron: Isaac era un genio del disfraz. Pero su hedor era espeluznante. Lyman, que iba sentado en medio, tuvo que volver la cara. Kelp, que ya había trabajado en un refugio de indigentes durante un trabajo de campo para la John Jay, tenía más experiencia con personas sin lavar. Lanzó la primera pregunta:
—¿Voy demasiado deprisa, Jefe?
Isaac le gruñó.
—No me llames jefe.
—¿Quiere que frene un poco, inspector Sidel?
—Soy Isaac. Simplemente Isaac. Conduce como quieras.
Kelp sigió conduciendo, mirándose en el retrovisor muy ufano: los investigadores habían exagerado la reputación de Isaac. No era más que un gordinflas de patillas descuidadas y medio calvo. Un subinspector jefe deshonrado que se hundía en la miseria de su exilio en el Bronx. Kelp se alegraba ahora de no haber sido nunca uno de los ángeles de Isaac. En la mente de Kelp, Pimloe empezó a ganar puntos. Pimloe tenía educación. Pimloe tenía un anillo de Harvard. Pimloe no tenía capas de grasa bajo la barbilla. Pimloe se mostraba respetuoso con los novatos. Él no te humillaba sentándose adelante.
Fueron avanzando hacia Manhattan en silencio. Increíble, pensaba Lyman, temeroso de decir nada. La peste le obligaba a meter la nariz en el hombro de Kelp. Kelp se alegraba de la reserva de Isaac. No quería discutir cuestiones tácticas con un poli de doble papada.

(Jerome Charyn, Ojos azules, Barcelona, RBA Libros, 2012, pg 78)

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