martes, 17 de julio de 2012

La mar en los riñones



Se apoyó otra vez en el muro del náutico a observar cómo el carpintero mojaba la brocha en el alquitrán y la escurría antes de deslizarla por la madera.
El gato seguía girando de un lado a otro la cabeza.
Trabazo se colocó a su lado, dejó en el suelo una caja de plástico transparente repleta de sedales, flotadores y anzuelos, y saludó al inspector palmeándole la espalda.
—Buenos días —dijo en voz baja Leo Caldas.
—¿Estás aprendiendo del artista? —susurró Trabazo moviendo la cabeza hacia el carpintero—. Le faltan dedos, pero ese chico tiene un don. Parece que la madera le obedezca.
—¿Sabes que creía que ya no se utilizaba la madera en los barcos?
—¡Cómo se nota que no pescas, Calditas! Si no se usa es sólo porque necesita mantenimiento, pero es mucho más marinera. En un barco de madera estás metido en la mar, incrustado en ella. La sientes en los riñones —explicó—. En cambio los de poliéster o fibra de vidrio resbalan sobre el agua. Son otra cosa.
El carpintero levantó la vista. Dejó la brocha en el bote de alquitrán y saludó a Trabazo con su mano lisiada.
—¿Hoy Charlie no se marea? —le preguntó éste, señalando al gato.
—Debe de estar a punto, doctor —dijo el carpintero, sonriendo tras su barba colorada—. Ya lleva media hora viéndome pasar la brocha. En cualquier momento se cae.

(Domingo Villar, La playa de los ahogados, Madrid, Siruela, 2009)

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