miércoles, 18 de julio de 2012

Doler los vivos


Caldas cruzó la sala para examinar las fotografías. En la primera posaba un equipo de fútbol antes de un partido. Cinco jugadores estaban agachados y los otros seis de pie. Era una fotografía antigua, y creyó reconocer en los mechones claros del portero a un Justo Castelo casi adolescente. En la otra imagen, más reciente, estaban el muerto, su hermana Alicia y la madre. Tenía el cabello blanco y vestía de negro. Sentada en una silla junto a sus hijos, sonreía tímidamente a la cámara.
Mientras sostenía aquel marco en su mano, el inspector sintió un estremecimiento que conocía bien. Nunca le había impresionado encontrarse frente a un muerto, ya se tratase de un cadáver reciente o de restos en descomposición. A diferencia de Rafael Estévez, cuya rudeza se resquebrajaba ante un cuerpo sin vida, al hallarse ante un homicidio Caldas se concentraba sin dificultad en aquellos indicios que pudieran llevarle a esclarecer lo sucedido. No contemplaba los cadáveres sino como vehículos para resolver los casos que tenía entre manos, como figuras en blanco y negro. Sin embargo, cada detalle íntimo de las víctimas que iba conociendo suponía una pincelada de color que, poco a poco, terminaba por mostrarle a los seres humanos ocultos tras la investigación de un asesinato.
Tampoco se había conmovido la tarde anterior en la sala de autopsias, cuando Guzmán Barrio descorrió la funda que envolvía el cuerpo desnudo de Justo Castelo; sin embargo, la sonrisa en el rostro cansado de su madre le obligó a tragar saliva. A Leo Caldas no le dolían los muertos, le dolían los vivos.

(Domingo Villar, La playa de los ahogados, Madrid, Siruela, 2009)

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