domingo, 22 de enero de 2012

Un asesino de cisnes

Cosas de Galway.
No le conté a Margaret lo del asesino de cisnes. Una vez, cerca de la iglesia, lo vi apoyado contra la imagen de la Santa Virgen. Y me refiero a apoyándose, su espalda contra la de ella, con las piernas extendidas, como si fueran colegas. En otra época el sacerdote habría salido, lo habría cogido de la oreja, y le habría dicho:
—Tú, niñato impertinente, ¿quién es tu padre?
Pero ya no. Los curas se habían vuelto demasiado cobardes. Con la avalancha de escándalos, el clero ya no esperaba el respeto de la gente; se conformaba con evitar linchamientos.
Ronan, por supuesto, me saludó con la mano.
—¿Lo conoces? —me preguntó Margaret.
¿Cómo responder a eso?
—De vista —contesté.
—Se está apoyando contra Nuestra Señora —dijo, sin quitarle el ojo.
—Ya veo.
Se movió y rodeó con el brazo derecho el busto de la estatua. Margaret se puso furiosa.
—Alguien debería hablar con él.
La petición de moda. Y a pesar de que los disturbios públicos se incrementaban, y de que los gamberros eran cada vez más descarados, la petición era desoída.
—Olvídalo —dije, como hacen otros muchos.
Y seguimos caminando, contribuyendo con nuestro propio y pequeño trocito al enorme océano de vaga responsabilidad que come de la estructura de la decencia.



(Ken Bruen, El dramaturgo, Barcelona, Editorial VíaMagna, 2004, pg 162)

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